«Yo me bajo en Quevedo. Gracias por este ratito».

Suena Death by thousands cuts, de Taylor Swift en el móvil.

Me tomo el café mientras Instagram me muestra imágenes que me transmiten sensaciones, emociones y me lleva a lugares donde la empatía me juega otra vez una mala pasada. No tiene otra consecuencia que alguna lágrima que se me escapa mientras preparo el desayuno y seco con la yema del dedo intentando que nadie me vea.

«Mamá, ¿estás bien?», me pregunta mi hijo.

«Muy bien, cariño», respondo en un intento fallido de guardar todo «debajo de la alfombra».

No puedo evitar romper a llorar al ver el post de una amiga. Hoy, después de estos años tan duros, deposita las cenizas de su hermana en el mar y consigue sentir y hacer bonito cada instante.

«Qué bonita la vida», pienso.

«¿Quieres que te cuente como la conocí?», le digo a mi hijo.

Él asiente con un gesto de cariño tratando de ocultar el «vaya, ahora que justo iba a encender la Switch»… 😉

Acababa de terminar mi primera San Silvestre. La sensación de lograr completar esos 10k a pocas horas de acabar el año con todo Madrid iluminado, con la gente en la calle celebrando es difícil de explicar.

Pues allí estaba yo. Volviendo a casa en metro cuando escuché «¿Eres Susana?. No me lo puedo creer. Te sigo en Instagram«. Tras un rato de compartir sensaciones, emociones y lágrimas y risas dije «Yo me bajo en Quevedo. Gracias por este ratito».

Años después, creo que al principio del confinamiento (no lo recuerdo bien) me crucé con un mensaje en Twitter de alguien que parecía muy triste. No pude evita enviarle un dm a aquella mujer y preguntarle si necesitaba algo. «Acaba de morir mi hermana», me dijo. Intenté estar pendiente y preguntarle de vez en cuando.

Meses más tarde hablaba con otra seguidora de IG que iba a ser mi alumna en uno de los cursos que imparto y me pedía consejo. Hasta ahí todo normal.

Todo normal hasta que descubrí que ella, era la misma persona que yo había tratado de consolar en Twitter, pero además, era aquella chica del metro con la que hablé volviendo a casa.

No es posible me dije. Esto es digno del guión más maravilloso de Hollywood.

Hoy veo a través de IG como cierra un capítulo. Como vive un momento doloroso e imagino que de paz. Vuelvo a repetir «qué bonita la vida».

Y mientras bebo el café pienso en la cantidad de cosas que nos hacen sentir bien… pero en las que en vez de detenernos, de inundarnos por esa sensación y decir «Wow», no nos paramos porque reloj en mano, como si fueramos el conejo de Alicia en el país de las Maravillas, pasamos a la siguiente porque llegamos tarde…

Sigo haciendo scroll en Instagram.

Veo medallas, éxitos y nervios en las muchas carreras que corren amigos y en la que hoy debería estar yo. Pero no fui. Podría decir que la cabeza no me dejó. Podría decir que los últimos meses no entrené lo que debería y no me atreví. Podría decir que hoy era más importante estar con mis padres, que ayer no pude ir a recoger el dorsal porque era más importante celebrar el cumpleaños de mi hijo. Y todas las excusas serían verdad.

«La vida no siempre son trenes a los que subir. A veces son estaciones en las que hay que bajar», publico en Instagram (texto extraído del libro «Vive de forma que te duela marcharte», de Pablo Arribas).

Y expresa cómo me siento.

No es tristeza. Es una necesidad de parar, de centrarme, de soltar cosas.

Hace muchos años que no me permito dejar nada, soltar nada. Voy como Tarzán de liana en liana, dejo una sólo cuando ya tengo segura la siguiente.

Mi amiga Silvia Capafons compartía el otro día en Instagram otra frase que me hacía pensar: «Si paro se rompen cosas. Si no paro, me rompo yo».

Silvia hablaba de cómo se sentía cada vez que anulaba cafés con amigas, paseos, cada vez que daba a «enviar» un mensaje porque tenía mucho trabajo. Hablaba de esa frustración que sentimos al enviarlo y del miedo a que no todo el mundo lo entienda.

La misma frustración que me invade cuando me siento en la cama antes de acostarme y me repito «Otro día sin entrenar. Otro día sin terminar la web. Otro día sin llamar a esa persona».

Un whatssapp de mi hermana, una llamada de mi madre, mis audios maravillosos e intermitentes con Carol, los dms en redes sociales… todo parece estar diciéndome que es hora de dejar atrás expectativas, de volver a mirar hacia dentro y de analizar qué es lo que de verdad necesito.

¿Quiero seguir entrenando? ¿Me hace feliz escribir? ¿Estoy dispuesta a darme cuenta de que ha pasado otra semana y no he visto a mis padres? ¿Me siento realmente satisfecha con mi trabajo? ¿Puedo hacerlo mejor? ¿Estoy dispuesta a dejar que la ansiedad se apodere de todo otra vez? ¿Me siento realmente bien? ¿Estoy viviendo o sobreviviendo?

Preguntas incómodas. Incomodísimas. De las que invitan a emular a Escarta O´Hara y su «ya lo pensaré mañana».

Cuando llegó la pandemia solía repetirme que al haber trabajado siempre el interior, no había sufrido tanto ese no poder salir al exterior. Me sentí orgullosa como pocas veces de mí misma.

Trabajar el interior, hacer las cosas bien sólo por sentirte bien contigo mismo no suele ser muy rentable ni económicamente ni en el mundo laboral donde si no presumes de lo que haces, nadie se da cuenta y puede que llegues al final de tus días esperando a que alguien lo descubra.

Pero últimamente, justo cuando más dudaba de mí misma en este sentido, la vida insiste en mostrarme otra vez su lado amable.

Hace años me daba vergüenza que alguien que me conociera como profesora, desarrolladora de WordPress o en cualquiera de mis facetas «serias» y profesionales me siguiera en redes sociales.

Esa también era yo, pero no era la cara que quería mostrar. «¿Cómo me van a tomar en serio si luego hago el bobo en Instagram o me pongo intensa compartiendo frases profundas?», solía pensar.

Y fueron mis alumnos, mis clientes, la gente que dirige escuelas o másters donde imparto clase las que fueron presumiendo de que Susana García era además «Su»… y ello les parecía maravilloso.

El viernes recibía una llamada para impartir un curso en un sitio muy serio e importante, donde ya imparto clases, pero esta vez, la llamada la hacía alguien que me seguía en IG. No pude evitar morir de vergüenza… hasta que la conversación me hizo ver que no hay nada de malo en ello. La autenticidad nos hace vulnerables, pero como decía Brené Brown, «tu valentía se mide en el grado de vulnerabilidad que estás dispuesto a asumir, es decir, tu capacidad para exponerte cuando no puedes controlar el resultado».

Terminé la llamada animando a una mujer sensible, auténtica, con muchos «yo» y a la que considero una gran profesional a mostrar todas sus caras. Eso la enriquecería. Ella era mucho más que lo que mostraba en el plano profesional. ¿Por qué esconderlo?

Y sí. Efectivamente. Me di cuenta de que aconsejaba, de corazón, a alguien hacer lo que yo creía que era maravilloso en otros pero censuraba y me avergonzaba cuando se trataba de mi.

Y esa es la clave de todo:

Decirte a ti misma lo que le dirías a otros.

Hacer por ti misma lo que harías por otros.

Valorar en ti misma lo que admiras en otros.

Y atreverte a ser. A ser mucho. A ser muchas cosas.

Darte permiso para hacer poses de adolescente en IG, desnudar tus sentimientos en un post con el único fin de decirle a quienes se sienten igual no están solos, ser la mejor profesional y cerrar el portátil con un «joder qué bien lo he hecho hoy», sonreir después de un entrenamiento como si hubieras ganado una final olímpica, ponerte ese rojo de labios minutos antes de colocarte la mascarilla, comprar lencería, libros que no vas a tener tiempo de leer, ver la película de Woody Allen que nunca tienes tiempo de ver, matricularte en otro curso online de algo que no necesitas pero te hace sentir bien, emocionarte con un beso, con un gesto o quedarte en el coche hasta que termine esa canción que te transmite tantas cosas buenas…

Ser. Ser mucho. Ser muchas cosas. Pero esta vez, dejando a un lado lo que no necesitas.

Vaciar el bolso. Y esta vez llenarlo sólo con lo que te hace feliz.

Y correr, escribir, hacer esa llamada, trabajar en lo que te da vida… Porque tal vez la vida son esos ratitos. Esos ratitos antes de llegar a tu parada. Y tenemos que agradecer cada uno de ellos. Empaparnos de ellos y después de decir «Yo me bajo en Quevedo. Gracias por este ratito», darte la vuelta y sonreir susurrándote «qué bonita la vida».